Titulo: Castillos en el aire
Autor: Park Mina K.
Pareja (s): YunJae
Género: Época, Drama
Extensión: Oneshot
Notas: Este fic lo escribí en un momento de tristeza y recordando a cierta persona, motivo de mi inspiración en cada fic, palabra y pensamiento. Solo fue una manera de desahogo.
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Autor: Park Mina K.
Pareja (s): YunJae
Género: Época, Drama
Extensión: Oneshot
Notas: Este fic lo escribí en un momento de tristeza y recordando a cierta persona, motivo de mi inspiración en cada fic, palabra y pensamiento. Solo fue una manera de desahogo.
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Mi nombre es Kim Jaejoong, hijo del emperador Kim. Nací en Chungnam, Corea del Sur el 26 de enero de 1840, y crecí rodeado del cariño y los mimos de mi madre hasta que tuve 8 años, cuando ella murió.
Fui educado con todo el esmero y rigor obligados siempre en un príncipe, pero con más indiferencia que interés por parte de mi padre, ocupado ya, desde antes de mi nacimiento, en reinar y hacer prosperar este recién instaurado reino de Corea del Sur, y en arreglar las bodas entre los príncipes y princesas de las Casas Nobles de Corea, incluyendo la de mi primo el príncipe Shim Changmin de otro de los reinos vecinos de Corea con Kim Junsu, primo de ambos.
Desde principios de siglo, estos han sido tiempos de intensa turbulencia política en todas partes del mundo; se han desmoronado reinos e imperios y han surgido en los mapas nuevos nombres de naciones hacia los cuales Corea vuelve los ojos con ese espíritu temerario de aventura, de descubrir los misterios que todavía guardan esas antiguas culturas con nombres impronunciables.
Tenía 16 años cuando conocí a Yunho. El tenía 24 años y había recorrido ya muchos países de Asia. Me enamoré de Yunho con el deslumbrante e ilusionado amor de adolescente, sin convencionalismos ni reglas. El era hermoso como un brote nuevo del árbol del durazno. El cabello oscuro, los ojos café oscuro, muy alto, muy esbelto.
Era el verdadero príncipe azul ideal, que cualquier mujer joven, princesa o del pueblo, hubiera soñado.
Nos casamos el 13 de marzo de 1857. Yunho había mandado construir para nosotros el palacio Changdeokgung.
Fue un tiempo maravilloso el que pasamos juntos, yo amándolo con toda intensidad, él queriéndome con menos amor, pero llenando mi vida con su deslumbrante omnipresencia.
No sé cómo se fue fraguando nuestro destino hasta este punto. En 1861 llego ante nosotros la desgracia asegurada bajo el disfraz de una supuesta excelente propuesta, ofrecida por Park Yoochun, ofreciéndole a Yunho la Corona Imperial de un país extranjero lejano. El puso como condición para aceptarla el que todos los habitantes estuvieran de acuerdo en tener un gobierno imperialista. Yoochun le aseguro que todos estaba ansioso de recibirlo.
Yo fui el que empujó a Yunho a esta decisión, sellando con ella mi compromiso con la tragedia que rondaba a la Casa de Changdeokgung.
Me sedujo la idea de reinar sobre aquel país desconocido, y lo convencí de aceptar ser Alteza Imperial. Yoochun ofreció apoyar al Imperio con sus tropas, que ya estaban luchando para asegurar el pago de una deuda.
En 8 mayo de 1863, Yunho y yo desembarcamos en el puerto.
El recibimiento que tuvimos en el puerto no fue nada cálido, sino por el contrario se dejo sentir el descontento de un pueblo que veía en peligro su soberanía nacional.
El frío recibimiento del que fuimos objeto Yunho y yo, me hizo derramar lagrimas.
Sin embargo con todo y eso el paisaje que la naturaleza nos ofrecía lucia espléndido. Bellísima ciudad con un cielo de un color azul indescriptible, de amplias avenidas, llena de grandes palacios e inesperadas hermosas edificaciones de casas e iglesias.
En el palacio que nos ofrecieron para hospedarnos encontramos el magnífico ambiente de nuestro acostumbrado entorno Asiático, rodeado de un clima cálido, perfumado por los miles de ejemplares de plantas y flores, que Yunho era tan aficionado a estudiar y clasificar.
Por las tardes el bosque alrededor del Palacio se llenaba de cantos de aves, o la ensoñación del zurear de las palomas torcaces y el arrullo de las tórtolas.
Los recuerdos de esos dos años de Imperio llegan en ráfagas, y pasan veloces o se convierten en sombras amontonadas en cada recoveco de mi habitación.
Yunho se dedicó con toda su voluntad a hacerse cargo de esa tierra que no lo quería. Sus disposiciones imperiales insultaban a los enemigos o desilusionaban a sus seguidores. Ejercía su mando con un espíritu liberal poco apreciado por unos y otros. Pronto, muy pronto, empezó a derrumbarse aquel Imperio cimentado en las ambiciones de Yoochun y en los intereses de algunos.
Yunho y yo fuimos ciegos, viviendo en un capelo de cristal formado de halagos y falsas alianzas, pensando que el esplendor de una corte era lo que necesitaban en aquel lugar empobrecido por tantos años de guerras internas y externas.
Decidí ir a Asia a pedirle a Yoochun que permitiera la abdicación de Yunho. Yoochun tenía sus propios conflictos políticos, y se negó a permitir que Yunho abandonara, agudizando el problema con el retiro de sus tropas en febrero de 1865, dejando sólo al Emperador para defender el trono.
Me he fabricado esta realidad en la que ahora vivo en un presente constante, a la que todos a mí alrededor llaman Locura.
Esta realidad es más consistente y perpetua que ese teatro de guiñol al que fuimos lanzados Yunho y yo. Yo salí de aquellas tierras como su Emperatriz, y sigo siendo la soberana de esa tierra. No soy un apunte marginal en la historia. En algunas ocasiones alguien viene y empaña esta realidad mía con noticias funestas como la muerte de mi amado a manos de un pelotón de fusilamiento en tierras extrañas. El gobernante de aquel país supervisó la ejecución de Yunho en 1865. Sus últimas palabras sobre mí, fueron:
"¡Pobre Jaejoong!"
Pero yo sé que eso es mentira, que él volverá. Dejé de verlo cuando él tenía 34 años y yo 26.
Un día entrará de nuevo en Changdeokgung, con el sol en sus ojos y el cielo en sus labios, y juntos reconstruiremos el esplendor de nuestra corte Imperial que lo espera.
Au revoir.
Fui educado con todo el esmero y rigor obligados siempre en un príncipe, pero con más indiferencia que interés por parte de mi padre, ocupado ya, desde antes de mi nacimiento, en reinar y hacer prosperar este recién instaurado reino de Corea del Sur, y en arreglar las bodas entre los príncipes y princesas de las Casas Nobles de Corea, incluyendo la de mi primo el príncipe Shim Changmin de otro de los reinos vecinos de Corea con Kim Junsu, primo de ambos.
Desde principios de siglo, estos han sido tiempos de intensa turbulencia política en todas partes del mundo; se han desmoronado reinos e imperios y han surgido en los mapas nuevos nombres de naciones hacia los cuales Corea vuelve los ojos con ese espíritu temerario de aventura, de descubrir los misterios que todavía guardan esas antiguas culturas con nombres impronunciables.
Tenía 16 años cuando conocí a Yunho. El tenía 24 años y había recorrido ya muchos países de Asia. Me enamoré de Yunho con el deslumbrante e ilusionado amor de adolescente, sin convencionalismos ni reglas. El era hermoso como un brote nuevo del árbol del durazno. El cabello oscuro, los ojos café oscuro, muy alto, muy esbelto.
Era el verdadero príncipe azul ideal, que cualquier mujer joven, princesa o del pueblo, hubiera soñado.
Nos casamos el 13 de marzo de 1857. Yunho había mandado construir para nosotros el palacio Changdeokgung.
Fue un tiempo maravilloso el que pasamos juntos, yo amándolo con toda intensidad, él queriéndome con menos amor, pero llenando mi vida con su deslumbrante omnipresencia.
No sé cómo se fue fraguando nuestro destino hasta este punto. En 1861 llego ante nosotros la desgracia asegurada bajo el disfraz de una supuesta excelente propuesta, ofrecida por Park Yoochun, ofreciéndole a Yunho la Corona Imperial de un país extranjero lejano. El puso como condición para aceptarla el que todos los habitantes estuvieran de acuerdo en tener un gobierno imperialista. Yoochun le aseguro que todos estaba ansioso de recibirlo.
Yo fui el que empujó a Yunho a esta decisión, sellando con ella mi compromiso con la tragedia que rondaba a la Casa de Changdeokgung.
Me sedujo la idea de reinar sobre aquel país desconocido, y lo convencí de aceptar ser Alteza Imperial. Yoochun ofreció apoyar al Imperio con sus tropas, que ya estaban luchando para asegurar el pago de una deuda.
En 8 mayo de 1863, Yunho y yo desembarcamos en el puerto.
El recibimiento que tuvimos en el puerto no fue nada cálido, sino por el contrario se dejo sentir el descontento de un pueblo que veía en peligro su soberanía nacional.
El frío recibimiento del que fuimos objeto Yunho y yo, me hizo derramar lagrimas.
Sin embargo con todo y eso el paisaje que la naturaleza nos ofrecía lucia espléndido. Bellísima ciudad con un cielo de un color azul indescriptible, de amplias avenidas, llena de grandes palacios e inesperadas hermosas edificaciones de casas e iglesias.
En el palacio que nos ofrecieron para hospedarnos encontramos el magnífico ambiente de nuestro acostumbrado entorno Asiático, rodeado de un clima cálido, perfumado por los miles de ejemplares de plantas y flores, que Yunho era tan aficionado a estudiar y clasificar.
Por las tardes el bosque alrededor del Palacio se llenaba de cantos de aves, o la ensoñación del zurear de las palomas torcaces y el arrullo de las tórtolas.
Los recuerdos de esos dos años de Imperio llegan en ráfagas, y pasan veloces o se convierten en sombras amontonadas en cada recoveco de mi habitación.
Yunho se dedicó con toda su voluntad a hacerse cargo de esa tierra que no lo quería. Sus disposiciones imperiales insultaban a los enemigos o desilusionaban a sus seguidores. Ejercía su mando con un espíritu liberal poco apreciado por unos y otros. Pronto, muy pronto, empezó a derrumbarse aquel Imperio cimentado en las ambiciones de Yoochun y en los intereses de algunos.
Yunho y yo fuimos ciegos, viviendo en un capelo de cristal formado de halagos y falsas alianzas, pensando que el esplendor de una corte era lo que necesitaban en aquel lugar empobrecido por tantos años de guerras internas y externas.
Decidí ir a Asia a pedirle a Yoochun que permitiera la abdicación de Yunho. Yoochun tenía sus propios conflictos políticos, y se negó a permitir que Yunho abandonara, agudizando el problema con el retiro de sus tropas en febrero de 1865, dejando sólo al Emperador para defender el trono.
Me he fabricado esta realidad en la que ahora vivo en un presente constante, a la que todos a mí alrededor llaman Locura.
Esta realidad es más consistente y perpetua que ese teatro de guiñol al que fuimos lanzados Yunho y yo. Yo salí de aquellas tierras como su Emperatriz, y sigo siendo la soberana de esa tierra. No soy un apunte marginal en la historia. En algunas ocasiones alguien viene y empaña esta realidad mía con noticias funestas como la muerte de mi amado a manos de un pelotón de fusilamiento en tierras extrañas. El gobernante de aquel país supervisó la ejecución de Yunho en 1865. Sus últimas palabras sobre mí, fueron:
"¡Pobre Jaejoong!"
Pero yo sé que eso es mentira, que él volverá. Dejé de verlo cuando él tenía 34 años y yo 26.
Un día entrará de nuevo en Changdeokgung, con el sol en sus ojos y el cielo en sus labios, y juntos reconstruiremos el esplendor de nuestra corte Imperial que lo espera.
Au revoir.
Te kedo bellisimo Mina! *0*
ResponderEliminarpase lo ke haya pasado, espero ke las cosas se mejoren :)
Eso me recuerda a Noticias del Imperio de Fernando del Paso...sobre la historia del 2º Imperio en México, el como engañan a Maximiliano y como Carlota impulsa a su esposo a reinar sobre esas tierras lejanas, el recibimiento frío en las costas de México y el abandono de Napoleón III a Maximiliano luego de que el conflicto en México entre republicanos e imperialistas llegó a su máxima. Al final Carlota queda loca y Maximiliano muere fusilado de la manera más denigrante para un personaje de su índole.
ResponderEliminarMe encantó tu fic, me hizo recordar mis años de prepa
este cabrito se robói mi historia sobre Carlota Amalia que yo publiqué en 1997 en una revista virtual. Te anoto aquí algunos párrafos:
EliminarMi nombre es Carlota Amalia Victoria Clementina Leopoldina, hija del rey Leopoldo I de Bélgica y de María Luisa de Orleans. Nací en Bruselas el 7 de junio de 1840, y crecí rodeada del cariño y los mimos de mi madre hasta que tuve 8 años, cuando ella murió. Fui educada con todo el esmero y rigor obligados siempre en una princesa, pero con más indiferencia que interés por parte de mi padre, ocupado ya, desde antes de mi nacimiento, en reinar y hacer prosperar este recién instaurado reino de Bélgica, y en arreglar las bodas entre los príncipes y princesas de las Casas Nobles de Europa, incluyendo la de mi prima la Reina Victoria de Inglaterra con Alberto, primo de ambas.
soñado.Noscasamos el 27 de julio de 1857. Max había mandado construir para nosotros el castillo de Miramar en Trieste. Fue un tiempo maravilloso el que pasamos juntos, yo amándolo con toda intensidad, él queriéndome con menos amor, pero llenando mi vida con su deslumbrante omnipresencia
No sé cómo se fue fraguando nuestro destino en un país lejanísimo, por gentes de las que no podíamos ni pronunciar los nombres. En 1861 llegaron hasta Miramar embajadores de México, ofreciéndole a Maximiliano la Corona Imperial de aquel país. El puso como condición para aceptarla el que todos los mexicanos estuvieran de acuerdo en tener un gobierno imperialista. Los embajadores le aseguraron que México estaba ansioso de recibirlo.
Yo fui la que empujó a Maximiliano a esta decisión, sellando con ella mi compromiso con la tragedia que rondaba a la Casa de Austria. Me sedujo la idea de reinar sobre aquel país desconocido de América, y lo convencí de aceptar ser Alteza Imperial de la antigua Nueva España. Napoleón III ofreció apoyar al Imperio con sus tropas, que ya estaban luchando en México para asegurar el pago de una deuda.
n aficionado a estudiar y clasificar. Por las tardes el bosque alrededor del Castillo se llenaba de cantos de zenzontles, o la ensoñación del zurear de las palomas torcaces y el arrullo de las tórtolas.
Los recuerdos de esos dos años de Imperio llegan en ráfagas, y pasan veloces o se convierten en sombras amontonadas en cada recoveco de mi habitación. Max se dedicó con toda su voluntad a hacerse cargo de esa tierra que no lo quería. Sus disposiciones imperiales insultaban a los enemigos o desilusionaban a sus seguidores. Ejercía su mando con un espíritu liberal poco apreciado por unos y otros. Pronto, muy pronto, empezó a derrumbarse aquel Imperio cimentado en las ambiciones de Napoleón III y en los intereses de algunos notables mexicanos. Max y yo fuimos ciegos, viviendo en un capelo de cristal formado de halagos y falsas alianzas, pensando que el esplendor de una corte era lo que necesitaban los mexicanos empobrecidos por tantos años de guerras internas y externas.
Decidí ir a Europa a pedirle a Napoleón III que permitiera la abdicación de Max. Napoleón III tenía sus propios conflictos políticos, y se negó a permitir que Maximiliano abandonara México, agudizando el problema con el retiro de sus tropas en enero de 1867, dejando sólo al Emperador de México para defender el trono.
Me he fabricado esta realidad en la que ahora vivo en un presente constante, a la que todos a mi alrededor llaman Locura. Esta realidad es más consistente y perpetua que ese teatro de guiñol al que fuimos lanzados Maximiliano y yo. Yo salí de México como su Emperatriz, y sigo siendo la soberana de esa tierra. No soy un apunte marginal en la historia. Algunas ocasiones alguien viene y empaña esta realidad mía con noticias funestas como la muerte de mi amado a manos de un pelotón de fusilamiento en tierras extrañas. Pero yo sé que eso es mentira, que él volverá. Dejé de verlo cuando él tenía 34 años y yo 26.
Un día entrará de nuevo en Miramar, con el sol en sus ojos y el cielo en sus labios, y juntos reconstruiremos el esplendor de nuestra corte Imperial que lo espera.
coinsido con el anterior comentario al mio...
ResponderEliminarmuy bonito fic
ah- me hizo recordar buenos y viejos tiempos... k lindo^^
AJA AJA FIGHTING!!!!^^
TE ROBASTE MI HISTORIA SOBRE CARLOTA AMALIA, LA CUAL PUBLIQUÉ EN 1997 EN UNA REVISTA VIRTUAL. INCLUYO AQUÍ ALGUNOS PÁRRAFOS PORQUE EL SITIO NO ME PERMITE MÁS. ELIMÍNALO O ESCRIBE QUE TE HAS PLAGIADO SIN NINGUNA VERGÜENZA MI HISTORIA. Mi nombre es Carlota Amalia Victoria Clementina Leopoldina, hija del rey Leopoldo I de Bélgica y de María Luisa de Orleans. Nací en Bruselas el 7 de junio de 1840, y crecí rodeada del cariño y los mimos de mi madre hasta que tuve 8 años, cuando ella murió. Fui educada con todo el esmero y rigor obligados siempre en una princesa, pero con más indiferencia que interés por parte de mi padre, ocupado ....
ResponderEliminarTenía 16 años cuando conocí a Max, el Archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo. El tenía 24 años y había recorrido ya muchos países de Europa. Me enamoré de Maximiliano con el deslumbrante e ilusionado amor de adolescente, sin convencionalismos ni reglas. El era hermoso como un brote nuevo del árbol del durazno. El cabello rubio, los ojos azules, muy alto, muy esbelto. Era el verdadero Príncipe Azul ideal que cualquier mujer joven, princesa o del pueblo, hubiera soñado.Noscasamos el 27 de julio de 1857. Max había mandado construir para nosotros el castillo de Miramar en Trieste. Fue un tiempo maravilloso el que pasamos juntos, yo amándolo con toda intensidad, él queriéndome con menos amor, pero llenando mi vida con su deslumbrante omnipresencia....
gobierno imperialista. Los embajadores le aseguraron que México estaba ansioso de recibirlo.
Yo fui la que empujó a Maximiliano a esta decisión, sellando con ella mi compromiso con la tragedia que rondaba a la Casa de Austria. Me sedujo la idea de reinar sobre aquel país desconocido de América, y lo convencí de aceptar ser Alteza Imperial de la antigua Nueva España. Napoleón III ofreció apoyar al Imperio con sus tropas, que ya estaban luchando en México para asegurar el pago de una deuda.
El 12 de junio de 1863 entramos a la capital de México. Espléndida. Bellísima ciudad con un cielo de un color azul indescriptible, de amplias avenidas, llena de grandes palacios e inesperadas hermosas edificaciones de casas e iglesias. En el Castillo de Chapultepec encontramos el magnífico ambiente de nuestro acostumbrado entorno europeo, rodeado de un clima cálido, perfumado por los miles de ejemplares de plantas y flores, que Max era tan aficionado a estudiar y clasificar. Por las tardes el bosque alrededor del Castillo se llenaba de cantos de zenzontles, o la ensoñación del zurear de las palomas torcaces y el arrullo de las tórtolas.
Los recuerdos de esos dos años de Imperio llegan en mando con un espíritu liberal poco apreciado por unos y otros. Pronto, muy pronto, empezó a derrumbarse aquel Imperio cimentado en las ambiciones de Napoleón III y en los intereses de algunos notables mexicanos. Max y yo fuimos ciegos, viviendo en un capelo de cristal formado de halagos y falsas alianzas, pensando que el esplendor de una corte era lo que necesitaban los mexicanos empobrecidos por tantos años de guerras internas y externas.
Decidí ir a Europa a pedirle a Napoleón III que permitiera la abdicación de Max. Napoleón III tenía sus propios conflictos políticos, y se negó a permitir que Maximiliano abandonara México, agudizando el problema con el retiro de sus tropas en enero de 1867, dejando sólo al Emperador de México para defender el trono.
soberana de esa tierra. No soy un apunte marginal en la historia. Algunas ocasiones alguien viene y empaña esta realidad mía con noticias funestas como la muerte de mi amado a manos de un pelotón de fusilamiento en tierras extrañas. Pero yo sé que eso es mentira, que él volverá. Dejé de verlo cuando él tenía 34 años y yo 26.
Un día entrará de nuevo en Miramar, con el sol en sus ojos y el cielo en sus labios, y juntos reconstruiremos el esplendor de nuestra corte Imperial que lo espera.